Maese Pérez el Organista
En
Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la
Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.
Como
era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,
ansioso de asistir a un prodigio.
Nada
menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar
que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al
salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de
burla:
-¿En
qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma!
-me contestó la vieja-, en que ese no es el suyo.
-¿No es
el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se
cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y el
alma del organista?
-No ha
vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.
Si a
alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de
leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento
hasta nuestros días.
I
-¿Veis
ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre
su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este
momento de su litera para dar la mano a esa otra señora que, después de dejar
la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese
es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que
antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija
de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es
un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que
asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado
en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega
frente al retablo.
¿Reparasteis,
al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?
A no
ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de
Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le
abre paso y le saluda.
Toda
Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en
sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus
galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...
Mirad,
mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros.
¡Hola, hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya
el guante los señores de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de
Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese
Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede
asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de
Pero Botero...
¡Ay vecina! Malo...
malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por
lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster.
-Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan. La esquina de la Plaza de
San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las
del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?
Ya se han visto, ya
se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se
disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean amigos y
enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se
refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.
Para los pobres...
Vamos, vamos, ya
brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos
asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡Vecina!, aquí... antes que
cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo
dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor
obispo.
La Virgen Santísima
del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi
ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura
me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote
está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla
tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla
hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los
hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el
anillo...
Cómo le siguen y le
acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que
parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle
oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes;
buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos
de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran
con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas
continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de
firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.
Pero vamos, vecina,
vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas noches
como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena
ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan
favorecido como ahora?... De las otras comunidades,
puedo decir que le han hecho a Maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que
nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro
por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que
abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois
nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no
otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida
entera en velar por la inocencia de la una: y componer los registros del
otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en
arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le conoce de tal
modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es
ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le
preguntan que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis,
porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -Sí, y muy pronto -añade
sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que
sea mi vida, pronto veré a Dios...
¡Pobrecito! Y sí lo
verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de
todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento,
y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como
que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él;
yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le
llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho
mostró tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre
heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las
llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca
bien, siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una
gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la
Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro
Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...
En fin, ¿para qué
tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás
florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde
convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se
le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho.
Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos
con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas,
contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos
cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando
alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al
concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración
de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos,
ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...
Para todo el mundo
es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.
Esto diciendo, la
buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del
convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el
templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La iglesia estaba
iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de
los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las
damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes
y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un
brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja,
de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con
estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro,
cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del
estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros
veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían
formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto
de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor
parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo,
acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar
aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo
un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición
al pueblo.
Era la hora de que
comenzase la Misa.
Transcurrieron, sin
embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban
entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a
uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.
-Maese Pérez se ha
puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la Misa de
media noche.
Ésta fue la
respuesta del familiar.
La noticia cundió
instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó
en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal
bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles
entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la
multitud.
En aquel momento,
un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta
el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está
enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano
en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a su
muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo
una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que
conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de
Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de
improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese Pérez está
aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de
los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara. Maese
Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un
sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de
los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en
el lecho.
-No -había dicho-;
ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi
órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando;
vamos a la iglesia.
Sus deseos se
habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó
la Misa.
En aquel punto
sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y
el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote,
después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada
Forma y comienza a elevarla.
Una nube de
incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia;
las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus
crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de
sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se
perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos
ecos.
A este primer
acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió
otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un
torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los
ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron
a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines;
mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante,
era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre
aquel océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del
mar.
Luego fueron
perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no
eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una
aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote
inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa
azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los
fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió,
se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos
ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían
en sus angostos ajimeces.
De cada una de las
notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca,
otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los
pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los
cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud
escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos
los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que
oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a
quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía
haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia. El órgano proseguía
sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de
eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito
en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un
sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se
agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis
religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido?
¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos se
empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir
de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso?
-preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles, fue uno
de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo
pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos,
por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez
acaba de morir.
En efecto, cuando
los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la
tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo
instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus
pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
III
-Buenas noches, mi
señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo?
Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que
sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la
verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el
corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé
decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece...,
pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es
seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!...
A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me
entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos
parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra
casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo,
así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme
siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades....
Pues, sí, señor;
parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está
echando pestes de los otros organistas; perdulariote, que más parece jifero de
la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en
lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo
y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun
su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el
convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas,
cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse
las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del
difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano
en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se
atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la
culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así
va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que
nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los
mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud
en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no
oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo
que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso.
Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una
algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero,
¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de
colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que ya
hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...; vamos, que me
parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo la
buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de
locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre
la multitud a fuerza de empellones y codazos. Ya se había dado principio a la
ceremonia.
El templo estaba
tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista,
después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir
a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos
tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como
ridícula.
Entre la gente
menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso,
cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho
en dejarse sentir.
-Es un truhán, que
por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es un ignorantón
que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca,
viene a profanar el de maese Pérez –decían los otros.
Y mientras éste se
desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél
apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo
alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte
orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta
apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el
esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse
y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las
campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se
elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.
Una estruendosa
algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer
acorde.
Zampoñas, gaitas,
sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus
discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos
segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde,
amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del
órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes
como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe
el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía
lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de
hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia;
trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta
despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de
una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del
cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse
al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban
las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más
fantástico color que lo habían expresado nunca.
Cuando el organista
bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y
tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón,
que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara
en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el
prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo
este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí sólo
por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme
el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?
-El año que viene
-respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la
tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué?
-interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió
el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su
rostro- porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se
retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores
fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los
grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas
direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada
del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y
murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su
camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere
usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada
loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo
creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de
escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia,
y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los
oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según
dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera
viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como
ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus
primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y
parecía un ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí
le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi
señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras... yo sospecho
que aquí hay busilis...
Comentando las últimas
palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil
decir a nuestros lectores quién era una de ellas.
IV
Había transcurrido
un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez
hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia.
El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra
rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de
tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las
naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que
comenzara la Misa del Gallo.
-Ya lo veis -decía
la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda
Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle
sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís
callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo
-exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé... de una
cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño
en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar
sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro...
sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral
sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas eran
tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo
permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.
La iglesia estaba
desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella
perdida en el cielo de la noche una luz moribunda... la luz de la lámpara que
arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a
hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre,
no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el
sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras
tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una
manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro
del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía
el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la
catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las
teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había
helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en
mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había
vuelto la cara y me había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era
ciego... ¡Era mi padre!
¡Bah!, hermana,
desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las
imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San
Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos
espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San
Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna
del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles...
Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a
inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial
devoción.
La priora fue a
ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez
abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo
del órgano, y comenzó la Misa.
Comenzó la Misa y
prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En
aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la
hija de maese Pérez.
La superiora, las
monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna. ¡Miradle! ¡Miradle!
-decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se
había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de
la tribuna.
Todo el mundo fijó
sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano
seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus
raptos de místico alborozo.
-¡No os lo dije yo
una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay
busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en
fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El
señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado de asistir a
Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para qué?, para oír
una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso
organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa...
-Si lo decía yo.
Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el
busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.
El
rayo de luna
Yo no
sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia;
lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de
la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones
de imaginación.
Otro,
con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he
escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá
entretenerles un rato.
I
Era
noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de
una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni
apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de
un trovador.
Los que
quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su
castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a
volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar
el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde
está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No
sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio
de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende
alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando
correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado
en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en
seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como
exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en
donde esté todo el mundo.
En
efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces
hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas
partes.
Amaba
la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un
mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus
ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que
pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía
que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil
colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos,
o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se
pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica,
inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía
que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los
vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas,
que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor
del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. En las nubes, en el
aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba
percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales,
palabras ininteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar
el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque
era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se
cimbreaba al andar como un junco.
Algunas
veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a
la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que
temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas
largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si es verdad, como el prior de
la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es
verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué
mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no
podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será
su amor?...
Manrique
no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo
suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.
II
Sobre
el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas
de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los
Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del
río.
En la
época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus
históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos
torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de
hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas
galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un
gemido, agitando las altas hierbas.
En los
huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las
plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba
todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo
embellecerla.
Las
plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles;
las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí,
se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en
medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a
desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y
las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus
largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de
noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles,
y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y
transparente.
Manrique,
presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente,
desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se
destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en
el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La
media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente,
estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que
conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un
grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el
fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un
momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una
mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo
instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los
jardines.
-¡Una
mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer
que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una
saeta.
III
Llegó
al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer
misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó
divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una
forma blanca que se movía.
-¡Es
ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! - dijo, y se
precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se
extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la
maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la
claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!, por aquí, por aquí va –exclamó entonces.-
Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra
por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí
para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;-
creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las
ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que
ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué
idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...
Y tornó
a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya
notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya
imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego,
firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era
un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en
huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó
algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya
deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera
frenética y desesperada.
Avanzando,
avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó
al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal
vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de
ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su
daga.
Llegó a
la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del
Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura
por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto
de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al
cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz
de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca
que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En
aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin
duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la
realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la
agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía
embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo,
partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba
atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla.
¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya
los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en
Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la
margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
IV
Aunque
desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de
San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la
ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población,
y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la
ventura.
Las
calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas.
Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el
lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho
de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en
las subterráneas caballerizas.
Manrique,
con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los
pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón
desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a
cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de
un sitio a otro.
Por
último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al
detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En
una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se
veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras
colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado
paredón de la casa de enfrente.
-No
cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar
un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de
San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este
barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En
vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo
a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta
firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas
imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la
noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando
llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre
cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente
sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en
el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y
enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un
cocodrilo. Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién
habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a
Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue la salutación que,
sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,
después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos,
le contestó con voz entrecortada por la sorpresa: En esta casa vive el muy
honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey,
que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose
de sus fatigas.
-Pero
¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su
esposa, o lo que sea?
-No
tiene ninguna mujer consigo.
-¡No
tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la
noche he visto arder una luz?
-¿Allí?
Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida
su lámpara hasta que amanece.
Un rayo
cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le
causaron estas palabras.
V
-Yo la
he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de
que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de
conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un
extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para
conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos
pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí
dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus
ininteligibles palabras...
¿Qué
dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún
sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón
no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles
de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina;
que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y
escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con
tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la
Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del
arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi
desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla
excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo
serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la
noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan
melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente;
y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los
vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño,
no; eran negros.
¡Y qué
bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera
suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y
esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados
rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de
granito!
¡Su
voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las
hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de
una música.
Y esa
mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que
piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es
un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha
de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la
amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos,
vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién
sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las
almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de
la noche?
Dos
meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos
desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había
formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos
meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida,
cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas
imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que
conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas
sendas de sus jardines.
VI
La
noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más
alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de
los árboles.
Manrique
llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las
macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió
de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no
había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había
visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje
blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre,
corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al
llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato
inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo,
que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe
al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella
cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había
brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un
rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde
bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían
pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea
gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de
un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los
consuelos de sus servidores.
-Tú
eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la
soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda
hacerte feliz?
-¡El
amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por
qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de
hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de
ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-¡La
gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis
que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador
provenzal?
-¡No!
¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no quiero nada...
es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres...
glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra
imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos,
¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco:
por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me
figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.
El
miserere
Hace
algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en
revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus
rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y
hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un
Miserere.
Yo no
sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger
a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus
páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los
semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y
todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente
con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue
qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas
las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la
música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo. Esto fue sin duda lo que me
llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de
música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que
ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había
unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos
servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen
los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta
otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso
suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime, o
la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo:
Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su
armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.
-¿Sabéis
qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio
traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El
anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya
muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de
esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un
pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde
esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino. Su modesta
colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo
esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto
de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se
encaminaba.
-Yo soy
músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria
gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa
de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi
vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal,
redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como
las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al
hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado
por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba
yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle
a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi
arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un
libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito
de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei,
Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento
fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener
el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si
logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi
cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan
oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el
primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y
dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre
criatura.
El
romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después,
exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego,
algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los
frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo
silencio.
-Después
-continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país
clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda
inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído
todos.
-¿Todos?
-dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído
aún el Miserere de la Montaña?
-¡El
Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué
Miserere es ése?
-¿No
dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-.
Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche
tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una
historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble. Es el caso,
que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte
del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años,
¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a
lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de
legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta
aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más
adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en
persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que
su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros,
camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de
sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el
coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el
Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero,
a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad,
se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a los
profundos tal vez.
Las
llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las
ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de
estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de
esta abadía.
-Pero
-interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos
-continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual,
siguió así su historia:
-Las
gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de
hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo
que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la en
que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia;
se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores
que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los
cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal
de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su
misericordia cantando el Miserere.
Los
circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el
romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia,
preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y
decís que ese portento se repite aún?
-Dentro
de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la
de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué
distancia se encuentra el monasterio?
-A una
legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como
ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el
romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para
dirigirse a la puerta.
-¿A
dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero
Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben
lo que es morir en el pecado.
Y esto,
diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos
pastores.
El
viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase
por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los
vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba
por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado
el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está
loco!
-¡Está
loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon
alrededor del hogar.
II
Después
de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco
en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de
la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas
del monasterio.
La
lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos
jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire,
al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase
que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a
herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que
las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado
en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran
familiares.
Las
gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían
sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los
gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen,
de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de
su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde
duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al
pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el
pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo,
de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que,
sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en
que debiera realizarse el prodigio. Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se
percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil
maneras distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me
habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo,
un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos
segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se
dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su
misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta
once.
En el
derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no
había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se
escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que
cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de
las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las
cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la
iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una
antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía
como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que
brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo
pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte
contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún
que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se
reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos
sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de
cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los
rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y
enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de
pórfido.
Un vez
reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse
con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves,
que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose
cada vez más perceptible.
El
osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su
fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba
sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas
saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus
cabellos se erizaron de horror.
Mal
envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los
pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos
dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos
de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel
precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de
sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el
borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión
de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus,
secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando
los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y
penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada
y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al
compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida
la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la
concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el
roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no
puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un
órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey
Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió
la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar
fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las
cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un
sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las
facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción
fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de
reprimir, y el frío penetrar hasta la médula de los huesos.
Los
monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus
sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al
resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se
levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la
Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado
de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la
desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso,
digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la
iniquidad.
Prosiguió
el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe
la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro
relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia
resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de
sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió
la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto
a la mirada de los justos.
Los
serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un
himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una
tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui
meo dabis gaudium et loetitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este
punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron
con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada
más oyó.
III
Al día
siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano
lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar
por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis
al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando
a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí
-respondió el músico.
-¿Y qué
tal os ha parecido?
-Lo voy
a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa –prosiguió dirigiéndose al abad-; un
asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un
Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y
eternice con ella la de esta abadía.
Los
monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el
abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el
músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y
día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía
como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas,
saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y
proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una
ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió
los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al
llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir. Escribió
uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a
aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el
apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en
fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los
frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando
el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra
vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba
abierto sobre una de las mesas. In peccatis concepit me mater mea. Éstas
eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse
de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos
en la música.
Por
haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién
sabe sí no serán una locura?
La
ajorca de oro
I
Ella
era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa
hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin
embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a
algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él la
amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese
amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se
asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la
expiación de una culpa.
Ella
era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.
Él,
supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.
Ella se
llamaba María Antúnez.
Él,
Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos
eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La
tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no
dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en
mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha
para caracterizarlos mejor.
II
Él la
encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Por qué
lloras?
Ella se
enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro
entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil
árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a
decirle:
-¿Por
qué lloras?
El Tajo
se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la
ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde
flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía
el alto silencio.
María
exclamó:
-No me
preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte, ni
tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los
revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin
que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza
misteriosa, que el hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me
preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una
carcajada.
Cuando
estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus
preguntas.
La
hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda
y entrecortada:
-Tú lo
quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto
que lo deseas.
Ayer
estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada
en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego;
las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la
iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo rezaba,
rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la
cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde
luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que
hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba
sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro
que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino
Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían
involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil
facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las
piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de
esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...
Salí
del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento...
Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía
cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que
llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen
que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me
miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme, mostrándome la
joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una
noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás
acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece
de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero
con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo,
diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y
qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro,
con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza,
que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué
Virgen tiene esa presea?
-¡La
del Sagrario! -murmuró María.
-¡La
del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror:
-¡La
del Sagrario de la Catedral!...
Y en
sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una
idea.
¡Ah! ¿Por
qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por
qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre
sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la
condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo
que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
-¡Nunca!
-murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y
siguió llorando.
Pedro
fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y
pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador
entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.
III
¡La
catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al
entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se
guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de
seres imaginarios y reales.
Figuraos
un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las
tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se
pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos
un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como
sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea
remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores,
sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de
su inspiración y de sus artes.
En su
seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo
horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las
mezquinas pasiones de la tierra.
La
consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el
ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe. Pero si grande, si imponente
se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su
recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en
los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus
tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares
de tapices.
Entonces,
cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando
flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los
órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos
más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se
comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima
con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El
mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en
la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
La
fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya
ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces
de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían
rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de
entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se
apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino
deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad
de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era
Pedro.
¿Qué
había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por
obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror?
Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su
criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el
sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
No
obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:
chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso
ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe;
pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado
mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se
arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar. Pedro hizo un
esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de
la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes,
cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen
velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una
eternidad.
-¡Adelante!
-murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían
clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror:
el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un
momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una
fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las
naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y
oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el
templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante!
-volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por
ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de
formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente
aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una
lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto
horror.
Sin
embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante
concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que
hasta entonces había sentido.
Tornó
empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un
movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un
santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la
presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso
abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes
de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles,
las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos
fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores
temerosos y extraños.
Al fin
abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
La
catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no
vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la
iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.
Santos,
monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se
rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en
presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol
que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras
que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los
doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso
cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes,
horrorosos.
Ya no
puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una
nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito
desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara. Cuando al otro día
los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la
ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una
estridente carcajada:
-¡Suya,
suya!
El
infeliz estaba loco.
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