MANIFIESTO DEL DÍA MUNDIAL DEL TEATRO
Antes de mi
despertar en el teatro, mis maestros ya estaban allí. Habían construido sus
casas y sus poéticas sobre los restos de sus propias vidas. Muchos de ellos no
son conocidos o apenas se les recuerda: trabajaron desde el silencio, desde la
humildad de sus salones de ensayo y de sus salas llenas de espectadores y,
lentamente, tras años de trabajo y logros extraordinarios, fueron dejando su
sitio y desparecieron. Cuando entendí que mi oficio y mi destino personal sería
seguir sus pasos, entendí también que heredaba de ellos esa tradición
desgarradora y única de vivir el presente sin otra expectativa que alcanzar la
transparencia de un momento irrepetible. Un momento de encuentro con el otro en
la oscuridad de un teatro, sin más protección que la verdad de un gesto, de una
palabra reveladora.
Mi país teatral
son esos momentos de encuentro con los espectadores que llegan noche a noche a
nuestra sala, desde los rincones más disímiles de mi ciudad, para acompañarnos
y compartir unas horas, unos minutos. Con esos momentos únicos construyo mi
vida, dejo de ser yo, de sufrir por mí mismo y renazco y entiendo el
significado del oficio de hacer teatro: vivir instantes de pura verdad efímera,
donde sabemos que lo que decimos y hacemos, allí, bajo la luz de la escena, es
cierto y refleja lo más profundo y lo más personal de nosotros. Mi país
teatral, el mío y el de mis actores, es un país tejido por esos momentos donde
dejamos atrás las máscaras, la retórica, el miedo a ser quienes somos, y nos
damos las manos en la oscuridad.
La tradición del
teatro es horizontal. No hay quien pueda afirmar que el teatro está en algún
centro del mundo, en alguna ciudad o edificio privilegiado. El teatro, como yo
lo he recibido, se extiende por una geografía invisible que mezcla las vidas de
quienes lo hacen y la artesanía teatral en un mismo gesto unificador. Todos los
maestros de teatro mueren con sus momentos de lucidez y de belleza
irrepetibles, todos desaparecen del mismo modo sin dejar otra trascendencia que
los ampare y los haga ilustres. Los maestros de teatro lo saben, no vale ningún
reconocimiento ante esta certeza que es la raíz de nuestro trabajo: crear
momentos de verdad, de ambigüedad, de fuerza, de libertad en la mayor de las
precariedades. No sobrevivirán de ellos sino datos o registros de sus trabajos
en videos y fotos que recogerán solo una pálida idea de lo que hicieron. Pero
siempre faltará en esos registros la respuesta silenciosa del público que
entiende en un instante que lo que allí pasa no puede ser traducido ni
encontrado fuera, que la verdad que allí comparte es una experiencia de vida,
por segundos más diáfana que la vida misma.
Cuando entendí
que el teatro era un país en sí mismo, un gran territorio que abarca el mundo
entero, nació en mí una decisión que también es una libertad: no tienes que alejarte
ni moverte de donde te encuentras, no tienes que correr ni desplazarte. Allí
donde existes está el público. Allí están los compañeros que necesitas a tu
lado. Allá, fuera de tu casa, tienes toda la realidad diaria, opaca e
impenetrable. Trabajas entonces desde esa inmovilidad aparente para construir
el mayor de los viajes, para repetir la Odisea, el viaje de los argonautas:
eres un viajero inmóvil que no para de acelerar la densidad y la rigidez de tu
mundo real. Tu viaje es hacia el instante, hacia el momento, hacia el encuentro
irrepetible frente a tus semejantes. Tu viaje es hacia ellos, hacia su corazón,
hacia su subjetividad. Viajas por dentro de ellos, de sus emociones, de sus
recuerdos que despiertas y movilizas. Tu viaje es vertiginoso y nadie puede
medirlo ni callarlo. Tampoco nadie lo podrá reconocer en su justa medida, es un
viaje a través del imaginario de tu
gente, una semilla que se siembra en la más remota de las tierras: la
conciencia cívica, ética y humana de tus espectadores. Por ello, no me muevo,
continúo en mi casa, entre mis allegados, en aparente quietud, trabajando día y
noche, porque tengo el secreto de la velocidad.
Carlos
Celdrán (Cuba)
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