Socorro
Una
niña de diez años, escocesa o así, ha escrito un libro titulado Ayuda, esperanza y felicidad, que es una
guía para sobrevivir al divorcio de los padres. Nos parece muy bien, pero
aguardamos ansiosos que una compañera suya publique un manual de autoayuda para los hijos de los matrimonios estables,
que son los grandes olvidados. ¿Cómo se sobrevive a una pareja que se quiere?
El libro tendría un éxito enorme en estos días de paz navideña en las que las
familias homologadas llegan a las manos por un quítame allá esas pajas. Ahora
resulta que los hijos de los divorciados no sólo tienen dos casas, dos regalos
y ocho abuelos, sino que disfrutan de una literatura específica para ellos y su
problemática.
Urge
la puesta en marcha de una biblioteca que nos ayude a afrontar las situaciones
normales. Ya sabemos cómo se combate el cáncer, la depresión, la ruina
económica. Hemos averiguado cómo se espanta la mala suerte, cómo se aprende
inglés en tres semanas, cómo se deja de fumar en dos sesiones. Hemos ido a la
Luna, a Marte, hemos inventado la hamburguesa. Quiere decirse que lo difícil
está prácticamente hecho. Ahora necesitamos asistencia para hacer frente a lo
de todos los días. Cómo no desesperarse, por ejemplo, en una lista de espera de
la Seguridad Social, cómo asumir una hipoteca de 40 años, cómo sobrevivir a un
contrato basura, cómo pagar un alquiler de 1.000 euros con un sueldo de 800,
incluso cómo divorciarse con dos salarios que parecen medio.
Muchos
críos no podrán disfrutar del libro de Lobby Rees, la niña escocesa de la
primera línea, porque sus papás carecen de medios para irse cada uno por su
lado. ¿Hay derecho a eso? ¿Hay derecho a que no exista una sola guía espiritual
para los más de ocho millones de niños esclavos que hay en el mundo? Por favor,
ayúdennos a combatir lo cotidiano: la esclavitud infantil, las hambrunas
masivas, el tráfico de armas, la tortura deslocalizada. Explíquennos cómo se defiende uno de personas corrientes
como Bush, como Blair, como Rouco Varela, como Schwarzenegger. No tiene sentido
que hayamos descubierto el antídoto contra el mal de ojo, que no existe, y
todavía no tengamos un remedio contra la malaria. Hagan algo.
Juan José Millás, EL PAIS,
viernes 16 de diciembre de 2005
Pan y cine
No se puede vivir sin comida, claro. ¿Y sin
fábulas? Quizá tampoco. Los periódicos llevan hablando con auténtica alarma de
la huelga de guionistas que comenzó el lunes pasado en EE UU. Se refieren a
ella como si fuera a provocar la falta de un producto esencial para la vida
cotidiana. Algunos, para explicar su magnitud, recuerdan la de 1988, que duró
22 semanas y costó a la industria norteamericana 350 millones de euros. La actual
podría duplicar esa cifra. Pero los números siempre esconden, o disimulan, un
pánico moral. ¿Qué ocurriría si esa panda de locos -los guionistas- se pasaran
un año sin inventar historias? ¿En qué nos afectaría a usted y a mí? ¿Será
verdad que esta gente, al urdir los argumentos de las series de televisión,
escribe también, sin que seamos conscientes de ello, el argumento de nuestra
vida?
¿Es imaginable un mundo sin ficción?
Definitivamente, no. Somos tan hijos de la carne y de la sangre como de las
caperucitas rojas, de las blancanieves, de las madrastras, de los pulgarcitos,
de los gatos con botas, pero también de las madames bovarys y de las anas
ozores y de los raskolnikofs y de los batlebys, por no hablar de los soprano y
de los fraziers, de los seinfelds, o de los doctores houses. Desde que el mundo
es mundo, mientras unos amasan el pan que comemos por la mañana, otros urden
las historias que devoramos por la noche. Estamos hechos de pan y de novelas.
El problema no son, pues, los millones de euros que podría perder la industria,
sino las disfunciones que en el cuerpo social provocaría un desplome brusco de
la ficción. Imaginen un mundo sin cine, sin novelas, sin cómics, si series de
televisión, sin culebrones; sólo realidad a palo seco, o sucedáneos de las
fábulas como los que nos sirven los políticos. Ese señor tan raro que se
acuesta cuando usted se levanta es guionista. Un respeto.
Juan
José Millás, El País, 9 de noviembre de 2007
Pesquisas
Cada tanto (en realidad, muy a
menudo) aparecen en los periódicos noticias científicas (o así se presentan)
según las cuales acaba de descubrirse esto y lo otro: un avance en el
conocimiento de qué somos y qué nos pasa, tal como suele deducirse del
triunfalista redactado. Leo, hace un par de días, que un equipo del Instituto Nacional
de Diabetes (supongo que de Estados Unidos: la noticia, 5 de
agencia, viene fechada en Washington) ha conseguido localizar en el cerebro
humano, mediante un escáner perfeccionado capaz de realizar un mapa inédito de
la actividad de dicho órgano, las señales del hambre y de la saciedad.
No me pregunten cómo funciona,
pero el caso es que parece que el descubrimiento podría ayudarnos a eliminar el
hambre: fascinante perspectiva que, aplicada con la ternura habitual con que el
ser humano suele comportarse con sus semejantes, permitiría que pueblos enteros
murieran de hambre sintiéndose saciados y sin darle el coñazo al Primer Mundo.
No entiendo que quienes dedican
tan admirables esfuerzos a estudiarnos la cocorota no se hayan empeñado,
todavía, en intentar localizar la zona donde tenemos emplazados la percepción
del nacionalismo y el embrión del militarismo. Si a mí me dijeran, por ejemplo,
que es en el hipotálamo donde más probabilidades tengo de que se me desarrolle
un acusado sentido de excepcionalidad y superioridad respecto a los nacidos de
otra tierra, o que es en el tálamo donde nace el impulso de que se me ponga la
carne de gallina ante una marcha guerrera... Por decirlo con franqueza, queridos,
me hacía yo misma una lobotomía, ahora mismo, con el abrecartas y las tijeras
de las uñas, y con una botella de whisky a modo de anestésico.
Pero ahí les tienen.
Averiguando cositas para volvernos delgados. En vez de hacer algo para que
seamos cuerdos.
Maruja Torres, El País, 15 de abril de 1999
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