EL CONDE LUCANOR, DON JUAN MANUEL
SELECCIÓN DE CUENTOS
Cuento II.
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo.
Cuento V. Lo
que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico.
Cuento VII.
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana.
Cuento X. Lo
que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía
altramuces.
Cuento
XXXII. Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño.
Cuento
XXXIV. Lo que sucedió a un ciego que llevaba a otro.
Cuento XXXV.
Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde.
Cuento
XXXVIII. Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras preciosas y se
ahogó en el río.
Cuento II
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo
Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su
consejero, le dijo que estaba muy preocupado por algo que quería hacer, pues,
si acaso lo hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo;
pero, si dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar
con razón. Contó a Patronio de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en
este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé
que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os
hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo
habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor
-continuó Patronio-, me gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que
ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que,
aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre
quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como
hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo
algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de
saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más inclinados
están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben
cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no
hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y,
al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas
de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de
vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó
actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas
que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía
obrar en futuras empresas.
»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían
cerca de una villa. Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para
comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer
la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga
alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los
saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a
decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo,
pues los dos caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen
hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho
aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal
sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre
mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.
»Así continuaron su camino hasta que se encontraron
con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a
comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie,
mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De
nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho,
y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo
bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron
la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos,
iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las
fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le
parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su opinión,
decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la
cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
»Y yendo así los dos, se encontraron con otros
hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan
débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos
fueran montados en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le
parecía lo que habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio,
decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:
»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra
casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía
bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos
dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que
yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después encontramos otro
grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por ello te
mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos
encontramos con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir
conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los dos montados. Pero
ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta
única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha
sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser criticados
de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego también nos
criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir
yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados también nos lo critican.
He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues
alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre
nos han criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos
aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen
provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que
aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si
quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia
y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues
es cierto que la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo,
sin pararse a pensar en lo más conveniente.
»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para
eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os
critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el
daño o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y
que no os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis
aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un
secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en
lo que hayáis de hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son
cosas que pueden posponerse. Si seguís estas recomendaciones en todos vuestros
asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que
nunca dejéis de hacerlos por miedo a las críticas de la gente.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó
poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:
Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,
|
|||
buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.
|
Cuento V
Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un
pedazo de queso en el pico
Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su
consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a
alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho poder y muy buenas cualidades.
Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me pareció
muy provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su
amigo le proponía y, aunque parecía efectivamente de mucho interés, Patronio
descubrió que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le
dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os
quiere engañar y así os dice que vuestro poder y vuestro estado son mayores de
lo que en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me
gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo
encontró una vez un gran pedazo de queso y se subió a un árbol para comérselo
con tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a
pasar la zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma
de quitárselo. Con ese fin le dijo:
»-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar
de vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía, pero aunque os he buscado
por todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes.
Ahora que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que
veáis que no trato de lisonjearos, no sólo os diré vuestras buenas prendas,
sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como el color de
vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan
bonito como otros colores, el ser vos tan negro os hace muy feo, sin darse
cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son negras, tienen un tono
azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues
vuestros ojos son para ver, como el negro hace ver mejor, los ojos negros son
los mejores y por ello todos alaban los ojos de la gacela, que los tiene más
oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes
que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que
voláis con tal ligereza que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte,
cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y así creo
que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto en
todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las aves, y porque Dios me ha
otorgado la dicha de veros y he podido comprobar que sois más bello de lo que
dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.
»Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención
de la zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así,
estad seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y
perjuicios.
»Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra,
como era verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba y, pensando que era su
amiga, no sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por
sus palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra.
Cuando abrió la boca, cayó el queso a tierra, lo cogió la zorra y escapó con
él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que le hizo
creerse más hermoso y más perfecto de lo que realmente era.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque
Dios os otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere convencer de que vuestro
poder y estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros.
Y, por tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e
hízolo así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.
Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo
mandó poner en este libro e hizo estos versos, que resumen la moraleja. Estos
son los versos:
Cuento VII
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana
Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio
de esta manera:
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y
también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas
ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran
utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma
que al final serán muy grandes.
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente
se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes
viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se
llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al
mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino,
empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una
partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero
que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y
vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus
vecinas.
»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a
sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y,
pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener
tantos bienes aunque había nacido muy pobre.
»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha
alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente,
la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la
olla rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy
amargamente -51- porque había perdido todas las riquezas
que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su
confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo
que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas
razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis
iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda
ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio,
actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.
En realidades ciertas os podéis confiar,
|
|||
mas de las fantasías os debéis alejar.
|
Cuento X
Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de
otro alimento comía altramuces
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este
modo:
-Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y
mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis
propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la
pobreza que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún
consejo para evitar esta congoja.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que
encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les
ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, uno de estos
hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que
comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no
halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había
sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única
comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a
llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y,
mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando
él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre
y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las
pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro
hombre de quien os dije que también había sido rico.
»Cuando aquello vio el que comía los altramuces,
preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le
contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y
tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de
altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces se
tuvo por consolado, -58- pues comprendió que había
otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este
consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y
otra vez volvió a ser rico.
»Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque
Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha
permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido
propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en
apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos
y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si
pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con
los vuestros.
Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se
consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en
la que se encontraba.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo
mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:
Por padecer pobreza nunca os desaniméis,
|
|||
porque otros más pobres un día encontraréis.
|
Cuento XXXII
Lo que sucedió a un rey con los burladores que
hicieron el paño
Otra vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero
Patronio:
-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy
importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa
ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece
el secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro
a alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría
algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre
este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis
lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que
sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.
-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a
palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su
mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos
de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista
por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.
»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio
sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta
manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si
no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala
grande para que hiciesen aquella tela.
»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar
en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no
había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio
oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después
quedaron encerrados en aquel salón.
»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas
horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya
habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué
figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo,
sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.
»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona,
envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor
vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no
se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey
que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también
haber visto la tela.
»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber
visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos
tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os
place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y
aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no
habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la
tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la
veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y
temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho
la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían
mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y
primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en
ella, pero les ocultó todas sus sospechas.
»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey
envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que
tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las
figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que
el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que,
si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la
tela, tanto o más que el propio rey.
»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto
la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy
desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había
sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de
la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.
»Al día siguiente envió el rey a su valido, y le
ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra,
fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no
veía la tela.
»Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas
mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres
pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la
desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba.
El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después,
hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.
»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le
trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le
alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin
atreverse a decir que él no veía la tela.
»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente
desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el
rey no padeció el frío.
»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que
el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que,
aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron
callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro,
palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo:
«Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro
cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo
mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el
miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los
pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues
se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os
pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad
seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos
para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes
han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó
escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de tus amigos
|
|||
más le gusta engañarte que los higos.
|
Cuento XXXIV
Lo que sucedió a un ciego que llevaba a otro
En esta ocasión hablaba el Conde Lucanor con Patronio,
su consejero, de esta manera:
-Patronio, un familiar mío, en quien confío totalmente
y de cuyo amor estoy seguro, me aconseja ir a un lugar que me infunde cierto
temor. Mi pariente me insiste y dice que no debo tener miedo alguno, pues antes
perdería él la vida que consentir mi daño. Por eso, os ruego que me aconsejéis
qué debo hacer.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para aconsejaros
debidamente me gustaría mucho que supierais lo que le ocurrió a un ciego con
otro.
-Señor conde -continuó Patronio-, un hombre vivía en
una ciudad, perdió la vista y quedó ciego. Y estando así, pobre y ciego, lo
visitó otro ciego que vivía en la misma ciudad, y le propuso ir ambos a otra
villa cercana, donde pedirían limosna y tendrían con qué alimentarse y
sustentarse.
»El primer ciego le dijo que el camino hasta aquella
ciudad tenía pozos, barrancos profundos y difíciles puertos de montaña; y por
ello temía hacer aquel camino.
»El otro ciego le dijo que desechase aquel temor,
porque él lo acompañaría y así caminaría seguro. Tanto le insistió y tantas
ventajas le contó del cambio, que el primer ciego lo creyó y partieron los dos.
»Cuando llegaron a los lugares más abruptos y
peligrosos, cayó en un barranco el ciego que, como conocedor del camino,
llevaba al otro, y también cayó el ciego que sospechó los peligros del viaje.
»Vos, señor conde, si justificadamente sentís recelo y
la aventura es peligrosa, no corráis ningún riesgo a pesar de lo que vuestro
buen pariente os propone, aunque os diga que morirá él antes que vos; porque os
será de muy poca utilidad su muerte si vos también corréis el mismo peligro y
podéis morir.
El conde pensó que era este un buen consejo, obró
según él y sacó de ello provecho.
Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó
poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:
Nunca te metas donde corras peligro
|
|||
aunque te asista un verdadero amigo.
|
Cuento XXXV
Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha
muy rebelde
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su
consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo
quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda
le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos,
se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me
digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le
debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente
tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que
se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y
su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar
cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre
muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más
distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy
distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de
malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le
dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se
vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual,
si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio
conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus
proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un
matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía
intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por
esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó
cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese
que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que
hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque
al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era
muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el
mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio.
Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería
vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo
pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque
estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será
peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar
vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho
me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su
advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir
su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su
marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les
pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres
y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que
al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a
la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra
parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y
le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía
sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy
enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al
verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando
ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el
mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos,
haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.
Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a
sentarse a la mesa y -139- miró en derredor. Vio un
gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía,
le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho
con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que
mando, tendrás la misma muerte que el perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre
suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo
cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien
pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira,
volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto,
pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo,
que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado
que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que
no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo
otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy
confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante
Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo
que me desobedezca que no corra la misma suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio
que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la cabeza con mucha
rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía
otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no
se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva
o muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a
la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que
no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro,
con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no
ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha
ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la
despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:
-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho
lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me
han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le
obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y
con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca
hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían
dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido
dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen
desayuno.
Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y
parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el
novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la
novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy
despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os
atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos
moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando
supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el
mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno
de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron
muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que
su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde,
porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que
haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse
con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo,
aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no
puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar
pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar
con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de
portarse con vos.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo
mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Si desde un principio no muestras quién eres,
|
|||
nunca podrás después, cuando quisieres.
|
Cuento XXXVIII
Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras
preciosas y se ahogó en el río
Un día dijo el conde a Patronio que deseaba mucho
quedarse en una villa donde le tenían que dar mucho dinero, con el que esperaba
lograr grandes beneficios, pero que al mismo tiempo temía quedarse allí, pues,
entonces, correría peligro su vida. Y, así, le rogaba que le aconsejase qué
debía hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, en mi opinión, para que
hagáis en esto lo más juicioso, me gustaría que supierais lo que sucedió a un
hombre que llevaba un tesoro al cuello y estaba pasando un río.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que
llevaba a cuestas gran cantidad de piedras preciosas, y eran tantas que le
pesaban mucho. En su camino tuvo que pasar un río y, como llevaba una carga tan
pesada, se hundió más que si no la llevase. En la parte más honda del río,
empezó a hundirse aún más.
»Cuando vio esto un hombre, que estaba en la orilla
del río, comenzó a darle voces y a decirle que, si no abandonaba aquella carga,
corría el peligro de ahogarse. Pero el pobre infeliz no comprendió que, si
moría ahogado en el río, perdería la vida y también su tesoro, aunque podría
salvarse desprendiéndose de las riquezas. Por la codicia, y pensando cuánto
valían aquellas piedras preciosas, no quiso desprenderse de ellas y echarlas al
río, donde murió ahogado y perdió la vida y su preciosa carga.
»A vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero y otras
ganancias que podáis conseguir os vendrían bien, yo os aconsejo que, si en ese
sitio peligra vuestra vida, no permanezcáis allí por lograr más dinero ni
riquezas. También os aconsejo que jamás pongáis en peligro vuestra vida si no
es asunto de honra o si, de no hacerlo, os resultara grave daño, pues el que en
poco se estima y, por codicia o ligereza, arriesga su vida, es quien no aspira
a hacer grandes obras; sin embargo, el que se tiene a sí mismo en mucho ha de
hacer tales cosas que los otros también lo aprecien, pues el hombre no es
valorado porque él se precie, sino porque los demás admiren en él sus buenas
obras. Tened, señor conde, por seguro que tal persona estimará en mucho su vida
y no la arriesgará por codicia ni por cosa pequeña, pero en las ocasiones que
de verdad merezcan arriesgar la vida, estad seguro de que nadie en el mundo lo
hará tan bien como el que vale mucho y se estima en su justo valor.
Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo
mandó poner en este libro y añadió estos versos que dicen así:
A quien por codicia su vida aventura,
|
|||
sabed que sus bienes muy poco le duran.
|
Comparto con vosotros un audiolibro de El conde Lucanor. Espero que os ayude a animaros a leer el libro.
ResponderEliminarhttps://audiolibrosencastellano.com/juvenil/audiolibro-completo-conde-lucanor-don-juan-manuel-1330-1335
Un saludo :)
Buenísimo, me encanta
ResponderEliminarhttps://blogdecastellanodeinma.blogspot.com/2012/09/seleccion-de-cuentos-de-el-conde-lucanor.html
ResponderEliminarAQUÍ TENEIS LOS AUDIOLIBREO POR CAPITULOS
¡Genial! Muchas gracias.
EliminarLos he encontrado muy interesantes
ResponderEliminar